El rock y el cine (1954-1990)
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A diferencia de lo ocurrido con el jazz, que precisó décadas para que Hollywood lo asimilara en estado puro, sin haber pasado antes por Broadway y adecuado convenientemente a las audiencias mayoritarias, el rock llamó la atención del cine poco tiempo después de su alumbramiento. Es más, fue tanta y tan inmediata la atención que los tomavistas prestaron al nuevo ritmo que algunos comentaristas sostienen que el rock nació en los títulos de crédito de Semilla de maldad (Richard Brooks, 1955), acompañados musicalmente por Rock Around the Clock, el primer rock & roll. Tampoco es eso, habría que apostillar.
Nada de la envergadura del rock -tras el cine la manifestación cultural más importante del siglo XX- nace en un solo lugar y en un solo momento. Pero, aun de ser así, dicho parto hubiese acontecido algunos meses antes, el doce abril de 1954, cuando Bill Haley & The Comets grabaron Rock Around the Clock. O incluso con anterioridad, el cuatro de enero de 1954, cuando Elvis Presley registró sus primeras dos canciones para Sam Phillips. Como se ve, fue sólo cuestión de meses. Una minucia, pero al cabo el rock nació antes del estreno de la cinta de Brooks.
Ya metido en faena, el cine -que al igual que la industria discográfica es consciente de que los jóvenes tienen cierto poder adquisitivo- se afana en satisfacer sus gustos. Las primeras cintas en las que el aún seminal rock & roll aparece de una u otra manera se les encomiendan a los mismos realizadores que están poniendo en marcha la edad de oro de la ciencia ficción, un género concebido para audiencias adolescentes. Así, el estimable Fred Sears, en 1956, entre otras producciones, rueda La tierra contra los platillos volantes y Don't knock the rock, en la que ya no sólo cantan, también actúan, Bill Haley & The Comets, Applejacks, Little Richard e incluso Adriano Celentano. Antes de que acabe el año, Sears tiene tiempo de dirigir otro filme de título inequívoco: Rock Around the Clock. En sus secuencias, amén de la formación que interpreta la pieza que pasa por ser el primer rock & roll de la historia, intervienen The Platters. En efecto, ahora se nos antojan totalmente ajenos al rock. Pero en los albores de esta música, eran una suerte de contrapunto a ella, los que cantaban para que las parejas se entregaran al baile agarrado tras el frenesí del nuevo ritmo.
Frank Tashlin filma actuaciones de Gene Vincent, Eddie Cochran y algunos otros rockers de primera hora en Una rubia en la cumbre (1956). En fin, aún se exhibe en los cines El increíble hombre menguante (1957) cuando Jack Arnold, su realizador, dirige una película cuyo título coincide con el de uno de los primeros éxitos de Jerry Lee Lewis, uno de sus protagonistas, High School Confidencial (1958).
Las cintas con emergentes estrellas del rock menudean. De entre todas ellas sobresalen las protagonizadas por Elvis Presley. El rey inicia su filmografía en 1956 con Love Me Tender, de Robert D. Webb. Hasta 1969 rodará, al menos, un título al año. A excepción de Charro (Charles Marquis Warren, 1969), todas ellas son películas concebidas para que el vocalista interprete un nuevo repertorio. Y Elvis, cante o no rock & roll, siempre canta bien. Sin ir más lejos, en Cita en las Vegas (George Sidney, 1964), interpreta Santa Lucia, el tema tradicional italiano, con el mismo arte que Blue Hawai, de Leo Robin & Ralph Rainger, en Amor en Hawai (Norman Taurog, 1961). Se sabe que el mismo Elvis, mitologías a un lado, utilizó el rock & roll como catapulta al estrellato. Su verdadero anhelo era ser un crooner y en verdad que fue uno de los más versátiles. Así pues, sus bandas sonoras son impecables sin excepción, plenas de piezas que ya integran el cancionero del siglo XX.
En cuanto a su filmografía, la calidad depende siempre -como en cualquier otra película por otro lado- del director de la cinta. A todas luces, la mejor es El rock de la cárcel (Richard Thorpe, 1957), seguida de cerca por El barrio contra mí (Michael Curtiz, 1958). En el bien entendido de que casi todas son filmaciones sin más pretensión que la de ver bailar a El rey del rock, tampoco hay que desdeñar propuestas de Taurog como Chicas, chicas, chicas (1962).
Con las mismas que se dice que el rock & roll nació en los títulos de crédito de Semilla de maldad podría decirse que, a este lado del Atlántico, el rock llegó al cine con ¡Qué noche la de aquel día! (Richard Lester, 1964). Esto sí que sería un craso error.
Tres años antes de que Lester emplace su tomavistas para filmar por primera vez al cuarteto de Liverpool, Sidney J. Furie, un canadiense afincado temporalmente en Londres, rueda la primera película al servicio del joven cantante que ha desplazado a Tommy Steele en el podio de las preferencias de los adolescentes aficionados a los nuevos ritmos. El vocalista no es otro que Clift Richard y el título del filme, Los años jóvenes. Como musical se muestra más consistente que las cintas menores de Elvis. Sus coreografías resultan más simpáticas y la película tiene todo el encanto de ese cine inglés que registramos por igual en las producciones de la Ealing que en las de la Hammer o la Amicus. Siempre acompañado por The Shadows, Richard incorporaba al hijo de un especulador inmobiliario que quiere privar a los jóvenes del inmueble donde se reúnen y ensayan sus canciones. Nos quedaremos con el Furie de Los años jóvenes y olvidaremos el desafortunado tributo que quiso rendir a la gran Billie Holiday en El ocaso de una estrella (1972). Para dejar constancia de tamaño desatino, baste con decir que la buena de Diana Ross encarnaba a la conmovedora Lady Day. Pero no divaguemos.
Esa ingenuidad, esa simpleza será mejor decir, que preside los asuntos de las primeras cintas que se dedican al rock & roll, es superada por el delicioso absurdo en torno al que articula Richard Lester su primera colaboración con The Beatles, ¡Qué noche la de aquel día!
Más que absurdo, habrá que puntualizar, la impronta de Lester -con la que en verdad imprime un nuevo tono al cine musical- es un desenfado que viene a dar a entender la forma de ser del cuarteto de Liverpool. Se vale para ello de una serie de gags, a menudo tan próximos a nuestro querido slapstick como esa secuencia del grupo perseguido por sus fans en la estación londinense de Marylebone. En una instancia anterior, fue el propio John Lennon quien se negó a hacer una película a la manera de las de Bill Haley & The Comets. Surgió así la idea de hacer un filme que mostrara un día en la vida de The Beatles, cuyo guión, por expreso deseo de Paul McCartney, le fue encargado a Alun Owen, a quien sabía conocedor de las costumbres de Liverpool. El rodaje dio comienzo el dos de marzo de 1964 en los estudios Twickenham de Londres, donde coincidió con el de Mary Poppins, de Robert Stevenson.
No hay duda, The Beatles no se convirtieron en ese ornamento, que a la postre sí fueron Bill Haley & The Comets, Jerry Lee Lewis, Gene Vincent y el resto de los primeros cultivadores del rock & roll que el cine retrató. Tampoco en unos cantantes metidos a actores, tal fue el caso de Elvis Presley. The Beatles fueron ellos mismos en ¡Qué noche la de aquel día! Y entre ellos y Richard Lester pusieron en marcha el musical pop que, tras el sugerente blanco y negro en que Gilbert Taylor fotografió el primer filme de los de Liverpool, entró en el color -su ámbito natural- en Help!, una de esas películas que nunca nos acostumbraremos a llamar por su título español, ¡Socorro! También dirigida por Lester en 1965, puede decirse que fue más de lo mismo respecto al primer trabajo de la banda y el realizador.
Tres años después, mientras las caricaturas de los de Liverpool protagonizan El submarino amarillo, de George Dunning, el rock pierde su ingenuidad en la pantalla, como también la ha perdido en los estudios de grabación. Lo hace en Easy Rider. Como Help! y tantos Lps, fue aquel un filme igualmente imposible de evocar por su absurdo título español: Buscando mi destino. Dirigida por el actor Dennis Hopper y prohibida por la censura española hasta 1976, es una película sobrevalorada donde las haya. Si se convirtió en un mito -recaudó cien veces más de lo que costó- es por su banda sonora, en la que intervienen The Jimi Hendrix Experience, Steppenwolf, The Band y The Birds, entre otras formaciones punteras del rock del momento.
El asunto de Easy Rider narra la peripecia de dos hippies de Los Ángeles -Wyatt (Peter Fonda) y Billy (Dennis Hopper)- que, con el dinero obtenido en una venta de cocaína, deciden hacer un viaje hasta Nueva Orleáns para asistir a su Mardi Grass. El periplo, además de a la primera road movie de la historia, da pie a Hopper para realizar un recorrido por todos los lugares comunes de la contracultura juvenil de aquellos días, tan estrechamente ligada al rock. Así desfilaban ante la mirada del espectador, que casi siempre era igual a los jóvenes mostrados en la pantalla, desde el LSD hasta el pelo largo, pasando por las comunas, la experiencia alucinógena o el propio viaje, fundamental en la sedición juvenil desde que Jack Kerouac publicara En la carretera (1957).
"Estad atentos. El que no es libre tiene miedo del que es libre. Y el miedo convierte a uno en homicida", advierte George Hanson (Jack Nicholson), el abogado que durante algunas secuencias viajará junto a nuestra pareja, refiriéndose a los square (conformistas). Pero los jóvenes harán oídos sordos a tan sabio consejo.
En efecto, más de cuarenta años después, lo de las comunas, el hippismo, ese buenrollismo que lleva a Wyatt y a Billy a dejarse matar sin defenderse, nos parecen unas ingenuidades supremas. Pero en su momento escandalizaron tanto a los adultos como a los asesinos de nuestros protagonistas, a quienes, de hecho, dan muerte por llevar el pelo largo. Ése, el de ser el testimonio fidedigno de la sedición juvenil, es el valor de Easy Rider. Sus méritos cinematográficos, hay que insistir, son pocos. Por lo demás, la música es tan importante en esta cinta que los grupos que integran su banda sonora la cedieron gratuitamente y Phil Spector, el famoso productor del Let it Be (The Beatles, 1970) y tantas otras grabaciones míticas, incorpora a uno de los traficantes.
Ese camino, que lleva al rock en la pantalla de los gags de Richard Lester y el Mersey beat de The Beatles a la llamada contracultural de Hopper y su Easy Rider, pasa por una cinta de Michelangelo Antonioni. Blow-Up (1966), el título en cuestión, puede entenderse a su vez como un punto de inflexión que lleva a la música de la pantalla disidente -si se nos permite la expresión- del jazz al rock. Asaz curiosa se mire por donde se mire, en la propuesta de Antonioni se mezclan jazzmen de la talla de Herbie Hancock, responsable de la música original, con bandas tan roqueras como The Yardbirds, de la que forman parte Eric Clapton, Jeff Beck y Jimmy Page. La curiosidad, más que por ese transito que va del jazz al rock, viene dada porque la banda sonora de Blow-Up -también es imposible referirse a ella como Deseo de una mañana de verano su absurdo título español- está integrada totalmente por música diegética.
En efecto, Antonioni utiliza la música que Hancock escribe para la película como música ambiental -ese limbo al que aspira ascender cualquier banda sonora- de algunos de los lugares en los que se desarrolla la peripecia de Thomas (David Hemmings), tras descubrir un cadáver al tomar una instantánea en un parque. Así pues, el score de Blow-Up está integrado en su totalidad por música diegética, que no incidental o de fondo, como suele ser habitual.
Basada en un relato de Julio Cortázar -Las babas del diablo-, la historia que el maestro de Ferrara nos cuenta está ambientada en pleno swinging London. Thomas no es sino un trasunto de David Bailey, el fotógrafo más representativo de aquellos días, y en su reparto sobresalen varias musas de aquel tiempo: Veruscha, Jane Birkin, Melanie Hampshire.
Este acercamiento de Antonioni a la modernidad londinense se verá prolongado en 1970 en Zabriskie Point, con la que de alguna manera forma un díptico. En esta ocasión, el realizador italiano emplazará sus tomavistas en California para dar cuenta del espíritu de Berkeley, que lleva a los estudiantes universitarios a convertirse en revolucionarios. La contracultura se ha radicalizado uniéndose a la izquierda de la acción directa contra el estado. Mark (Mark Frechette), el protagonista de la cinta, es un joven que, tras matar a un policía durante unos disturbios en el campus, conoce a Daría (Daría Halprin), una joven con la que huirá a Zabriskie Point, en el Valle de la Muerte californiano. Allí en una de esas secuencias de ensoñación tan caras a Antonioni, asistimos a un happening entre la arena a cargo de The Open Teathre, de Joe Chakn. Cuatro décadas después, también se imagina ingenuo ese ardor revolucionario en los jóvenes que acabarían siendo los yuppies de los años 80.
Pero Zabriskie Point y El restaurante de Alicia (Arthur Penn, 1969) son los dos acercamientos de la gran pantalla a la sedición estudiantil estadounidense de finales de los años 60. Basada en una célebre canción de Arlo Guthrie -el hijo de Woody Guthrie-, un blues hablado de 18 minutos en donde daba noticia de una detención de la que había sido objeto, la propuesta de Penn no podía contar con otra música que la susodicha pieza. Así fue, en efecto. Por su parte, la de Antonioni contaba con uno de los scores más roqueros que la historia del cine registra. Entre otros, participaban en él Pink Floyd, Grateful Dead, Kaleidoscope y The Youngbloods.
Pink Floyd también firman la banda sonora de More (Barbet Schroeder, 1969). Al no estar basada su propuesta ni en coyunturas ni oportunismos, es sin lugar a dudas la mejor de todas las películas comentadas en este artículo. Aunque en sus secuencias se nos traslada a la Ibiza mítica, la de los tripis de alucinar, los hippies auténticos y el nudismo, su asunto gira en torno a un tema tan eterno como el de la mujer fatal o el amor loco. Es Allberto Moravia quien apunta sobre More: "Vale como descripción veraz de un tipo particular de pasión basada sobre una forma de vida extrema y decadente que precisamente tuvo en las Baleares, con la pareja Sand-Chopin, un primera manifestación ejemplar hace más de un siglo. Desde luego, la droga añade al mismo una nota moderna; pero el modo de mirarla no es moderno, sino romántico y fin de siècle".
Schroeder, cuya hija, la joven actriz Pascale Ogier habría de morir a consecuencia del consumo de heroína adulterada un día antes de cumplir 26 años, traza en More un certero retrato de la incipiente escena hippie europea y de los albores del consumo de drogas. Stefan Brückner (Klaus Grünberg), su protagonista, es un joven matemático alemán que se dispone a viajar a Marruecos en autostop para profundizar en las matemáticas árabes. Recién llegado a París, se introduce en los ambientes freaks de la ciudad y en ellos queda prendado de Estelle Miller (Mimsy Farmer), una bella estadounidense que ama libremente. Dato este último que hay que destacar porque la revolución sexual aún estaba en marcha y el amancebamiento, como recordará Estelle a Stefan en un momento dado, aún se veía mal en España.
No obstante, cuando el joven matemático siga a la bella Estelle hasta Ibiza, vivirán en el concubinato. Todo será un edén, con algunas de las más bellas piezas de Pink Floyd de música de fondo, hasta que Estelle resulta ser heroinómana y Stefan también decide seguirla en el caballo de la muerte. Su suerte ya está echada. Será la misma que la de los otros dos amantes a los que ella condujo a la autodestrucción previamente.
El viaje, a lugares tan remotos de nuestro horizonte como Katmandú, la India o Afganistán, de donde se volvía con "un costo buenísimo" y la sarna, era otra de las inquietudes más frecuentes de aquellos freaks y hippies. Schroeder fue a dar cuenta de ella en El valle (1972), también con música de Pink Floyd. Obscured by Clouds (Oscurecido por las nubes), el título del álbum bajo el que la mítica formación publicó esta banda sonora, resume a la perfección el argumento de la película. Un grupo de hippies viaja a Nueva Guinea en busca de un valle fabuloso. A ellos se une Viviane (Bulle Ogier), la mujer de un diplomático francés, para quien el viaje será doble. El exterior, que comparte con los hippies en busca del mítico territorio, y el interior, la propia introspección psicológica, que pone en marcha Viviane para dejar de ser una square y convertirse también en una auténtica hippie.
Ya en 1973, la historia volvió a repetirse, Rock Around the Clock se superponía a los títulos de crédito de una película. En esta ocasión la cinta fue American Graffiti, filme con el que George Lucas, su realizador, fue a rendir tributo a esos días gloriosos en que el rock & roll seminal se ganó a la juventud. Tiempo en que el futuro cineasta, adolescente aún, era uno de esos jóvenes cautivados por Bill Haley & The Comets y el resto de los clásicos.
Ése sí fue un homenaje y no lo de Furie a Billie Holiday. American Graffiti sucedía toda en una noche, la última noche del último verano de su adolescencia. A la mañana siguiente, todos iniciaran la construcción de su futuro. Pero esa noche las canciones, el viejo rock & roll, se sucederá sin cesar en la emisora de El hombre lobo. Se tratda de un pinchadiscos que, entre Chuck Berry y Buddy Holly, marcará la pauta en una banda sonora proverbial. Integrada en su totalidad por música dietética -aquella cuya procedencia resulta visible en la pantalla-, muy probablemente fue la música de American Graffiti la que puso en marcha ese revival que conoció el rock & roll clásico a finales de los años 70.
Desde luego, lo rigurosamente cierto es que American Graffiti inauguró ese pequeño subgénero de la nostalgia roncanrolera que se hizo sentir en la pantalla de aquellos días. Aunque también tenía su origen en un musical de Warren Casey y Jim Jacobs estrenado con anterioridad en Broadway, no hay duda de que Grease (Randal Kleiser, 1978) es el mejor ejemplo de esta tendencia. Pero también podemos adscribir a ella todas esas comedias de colegios mayores de recuerdo mucho menos grato. Quedémonos de momento con esa simpática vuelta no sólo a los días en que el rock & roll comenzaba a hacer furor entre los jóvenes, sino también a los bailes a la manera del musical clásico que supuso Grease cuando el género ya estaba prácticamente acabado. Aunque la mayoría de la música ya venía del original de Broadway, cuatro canciones se escribieron ex profeso para la película. De una de ellas, You're The One What I Want, original de John Farrar, llegaron a venderse casi dos millones de copias. Aunque se quedan cortos frente a los ocho millones que alcanzaron las ventas del Lp. Se dice que incluso Peter Frampton, uno de los grandes guitarristas del momento, participó en la grabación de este score.
Otra vez a este lado del Atlántico y haciendo caso omiso a esa pendencia entre rockers y mods que retrata, Quadrophenia (Franc Roddam, 1979) también podría incluirse dentro de esa nostalgia por el rock pretérito. Producida por The Who y más o menos basada en la historia contada en su álbum homónimo -aparecido en 1973 y que fuera la segunda ópera de la banda-, Quadrophenia devolvía a sus espectadores quince años atrás, a esos días de 1964 en que rockers y mods dirimían sus diferencias a palos en Brighton.
Tommy, la primera ópera rock de The Who, ya había sido llevada a la pantalla por Ken Russell en 1975, en aquellos días ya aludidos en que las óperas rock, como Jesucristo superstar (Norman Jevison, 1973) no satisfacían ni a los amantes del rock ni a los de la ópera.
Quizás sea The Who el grupo que mejor representa todas las formas en que ha discurrido ese largo romance entre el rock y el cine. Sí señor, además de su composición del score propiamente dicho de Quadrophenia y Tommy, su participación de la música diegética de otras cintas arroja un saldo de casi noventa producciones. Pero The Who también cuentan entre los protagonistas de esos documentales sobre el rock -sobre las bandas más punteras y sobre los primeros macroconciertos- que veíamos hace más de treinta años en los extintos cineestudios madrileños.
En efecto, la banda londinense ya es una de las filmadas -junto a Scott Mckenzie, Jimi Hendrix, The Mamas and The Papas, Ravi Shankar, Janis Joplin y Big Brother and the Holding Company- en Monterrey pop (D.A. Pennebaker, 1967). The Who también participaran en Woodstock (Michael Wadleight, 1970), junto a al Concierto para Bangla Desh (Paul Swimmer, 1972) la más destacada de estas filmaciones. En fin, los londinenses serán los protagonistas absolutos de The Kids Are Alright (Jeff Stein, 1979), título alusivo a uno de sus primeros éxitos.
Ya en los años 80, con el rock totalmente asimilado por la sociedad, dio lugar a una serie de biopics sobre sus figuras que constituye una suerte de subgénero. En él cabrían desde Sid and Nancy (Alex Cox, 1986) hasta La bamba (Luis Valdez, 1987). El denominador común entre todos ellos fue la ramplonería. La banda sonora siempre superó con creces a la propia película.
Publicado el 17 de mayo de 2011 a las 15:15.